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sábado, 5 de mayo de 2012

El Arco Iris…Arturo Ceja Arellano.

El Arco Iris…


La tarde era calurosa, el sol golpeaba con sus lengüetazos de fuego, ardía, desesperaba. Si acaso era agradable ese día, era por el contacto en mis oídos, del griterío de mis nietos que daban rienda suelta a su alegría desbordada al jugar libremente con el agua, pero más aún al saborear las jugosas y dulces limas de nuestro querido árbol que nos ha dotado de su fruto desde hace ya más de tres décadas, allá, en San Pablo, casi frente al templo de Cristo Rey.

La Eli, mi erre, Alianie y Leo, son los que más van en busca del jugo emanado del gajo ya peladito que yace en la mano de su abuela Martha, “la consentidora”, la que les dedica el 100, que espera al más cercano, el que finalmente gana y devora presurosamente el gajo.
Yo, casi ignorándolos, pero por dentro de mi disfrutando de sus alegrías, hice uso de mi actividad distraída pero reconfortadora, como lo es regar las plantas y los árboles frutales. Empiezo desde la parta alta del jardín, o desde la baja (de donde sea es bueno). Ese día lo hice desde abajo hacia arriba.
Me gusta bañar los árboles, ver el escurrir del agua por sus hojas una vez sacudido el polvo. Enseguida llegan los pajarillos sedientos y ansiosos por succionar el líquido refrescante, principalmente los chupamirtos (chupa todo, diría yo), también conocidos como chupa rosas, las palomitas cucú, los sitos y los gorriones, que son los que más abundan, sin faltar –claro está- los clásicos pajarillos placeros.
En uno de mis movimientos lancé el chorro de la manguera hacia el limón cuyo fruto no tiene semilla. La brisa del viento expandió el rocío… Mi nieta Sofía Isabel, que en ese momento jugaba con lodo y agua en sus trastecitos, de pronto exclamó: ¡Abuelooo, eres mágicoooo!, ¡Haz creado un arcoíris!.
Al fondo del arco de colores se distorsionaba el caserío de la colonia Buenos Aires, más allá del mismo, el emblemático Cerro del Curutarán y aún más allá el señorial Cerro de La Beata, vestido de azul seco, de un azul que pierde el tinte verdoso, tal vez por el gran calor que en ese momento se sentía.
Esa exclamación despertó otra y otra exclamación más de los ahí presentes, principalmente el de la abuela Martha, quien ágilmente empezó a dar sus narraciones a cerca de la miticidad del arco iris, como aquello de que al final de sus puntas, de sus extremos, “existe un tesoro”.
Wooooow…!, exclamó Sofía.
“Vamos a buscarlo”, dijo a sus espectadores primos y hermana, quienes ¡ja!, la ignoraron y jalando la ropa de la abuela le exigían más gajos de lima pelada.
“Bueno, ustedes se lo pierden”, les dijo Sofi, mientras seguía cuestionando a la abuela, que volteaba hacia un nieto y hacia la otra para atenderlos. (Para todos hay aunque se amontonen).
¿Y cómo es el tesoro? –cuestionó Sofía Isabel-. ¿Son monedas, billetes, joyas, alhajas? –insistió-
En el fondo pensé: “creo que el tesoro lo tenemos en nuestra imaginación, pues puede ser precisamente el gran tesoro, el agradable momento que en ese instante estábamos viviendo y que perdurará por siempre en nuestra memoria.
El tesoro puede ser también el saber exactamente, el descubrir ¿cuántos y cuáles son pues, los colores del arco iris, pues hay que verlo y admirarlo una y otra vez, cada que surja en el cielo; siempre al final de la lluvia por donde se infiltran los rayos del sol.
Ya se me había cansado el brazo de sostener la manguera hacia arriba, de lanzar el chorro a presión obligada por el dedo en la boca de la misma, por lo que lo bajé…
¡Abueloooooooooo!, exclamó Sofía pero con tono de enojo. “Estaba contando los colores del arcoíris”. Ups… y tú, amiguito, ¿sabes ya cuántos colores tiene el arco iris y cuáles son?. Descúbrelos ese será tu gran tesoro, el del saber.

Para ti, con amor:
(Arturo Ceja Arellano)
aceja_arellano@hotmail.com


5 de Mayo de 2012



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